Recientemente
me he acordado de la propuesta que nos hicimos mi amiga Mayte M. y yo hace
muchos años una tarde en París, último
día de nuestras vacaciones, sentadas en el suelo de un parque apoyadas en
nuestras mochilas como respaldo, sin más hacer que ver la gente pasar, sin mas
dinero que 50 pesetas que no podíamos cambiar a francos por ser demasiado poco.
Teníamos pan, queso y 2 manzanas en la mochila para cenar, y el albergue ya
pagado. No necesitábamos más, y disfrutamos de cada segundo que estuvimos allí,
observando el pasear de la gente, escuchando retazos de conversaciones que
pasaban a nuestro lado, oliendo la mezcla de olores de las flores y el
aligustre de los parterres con el polvo del suelo de terrizo
Es ese momento,
constatamos lo bien que nos sentíamos, y lamentamos que no fuera posible
extrapolar esa despreocupación, esa forma de estar a lo cotidiano, a nuestro
día a día en Madrid. Nos propusimos intentarlo, pasear por nuestra ciudad con
nuevos ojos, con la curiosidad del desconocimiento, con la intención de
descubrir tesoros, la cámara colgada al cuello, dispuestas a aceptar todo lo
sorprendente y especial que nos vamos encontrando, y con la parsimonia de
“tenerlo todo hecho”, como si nuestra única función en la vida fuera la de
simplemente “estar”, cambiándola al menos durante unas horas por la de “hacer”.
Supongo que no
hará falta que diga que nunca lo hicimos, pero sigo creyendo que es un buen
ejercicio, y para mí, cada vez más
difícil de poner en práctica.